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Breve semblanza telúrica personal [reprise]

Estimados cabezones:

"Solidaridad ante el sismo"
(cartón de Rocha,
La Jornada, 20 de septiembre)
Como todos sabemos, hace dos semanas un fuerte terremoto sacudió el México central; se sumó a los daños que solo unos días antes otro sismo había provocado en el sur, y dejó un rastro de escombros en la ciudad de México y muchos otros lugares. Vivo en el Perú desde hace 16 años, pero esto que ha sucedido en mi ciudad natal me ha marcado nuevamente, ahora con la impotencia de la distancia, el no poder hacer nada desde tan lejos.

Las horas y días que siguieron al terremoto vieron surgir a la sociedad civil mexicana para salvar vidas e iniciar la reconstrucción sin el Estado, cuya corrupción mató a decenas de personas, y sin las instituciones “económicas”, de cuya codicia nacieron tantos escombros.

Para conmemorar a las víctimas y celebrar el impulso de esa sociedad autoorganizada, solidaria, entregada; ese México que así niega a la muerte, desde fuera del estado y el gobierno, escribí esta crónica. Viví el terremoto de 1985, luego emigré y viví el de Perú en 2007, viajé y viví el de Santiago en 2010. Quién iba a decir que me salvaría del de México, 2017. Pero no me he salvado. Mi corazón está allá. Hoy aprovecho la paciencia de ustedes, compañeros en la música y las luchas, para reproducir en el blog cabezón esta crónica personal. Si no lo sacara aquí ahora, me sería muy difícil seguir con reseñas musicales y ya les debo bastantes.

Saludos de Callenep.


I

Tenía 21 años en septiembre de 1985. Estudiaba segundo año de sociología en la universidad Iberoamericana cuando aún estaba en la colonia Campestre Churubusco, conformada por “gallineros” de lámina y tablarroca que se instalaron provisionalmente luego de que el sismo de 1979 tumbara los edificios de aulas. Me preparaba para ir a clases aquel miércoles 19 de septiembre. El espejo del botiquín del baño, entreabierto para evitar el reflejo de la ventana, empezó su vaivén y terminó por cerrarse. “!Temblor!”, gritó mi mamá que veía la célebre transmisión del noticiero de Televisa, con una nerviosa Lourdes Guerrero luchando por mantener la calma hasta que la señal se fue por la caída de las antenas de la transmisora.

Vivíamos en Ciudad Satélite, lejano suburbio ajeno a los estragos telúricos por estar asentado en el terreno sólido de los llanos al noroeste de la ciudad de México. Hasta ese día, los temblores no me asustaban y hasta me parecían divertidos; me daba coraje cuando no los sentía. No tenían el efecto instantáneo que tienen hoy, el shot de adrenalina y angustia que te vacía el pecho. El frío de miedo.

Mi papá contaba entre risas una anécdota sobre el temblor de 1957, aquel en el que se cayó el Ángel: él y sus hermanos se levantaron de la cama y fueron a ver a la abuela que, del susto, estaba perdida entre las sábanas y no encontraba la forma de salir de la cama. En su disco Mi barrio, Chava Flores parodiaba al funcionario corrupto de todos los tiempos con un diálogo dramáticamente cómico situado a la mañana siguiente de aquel temblor (cito de memoria) “¡Licenciado, licenciado! ¡Se cayó el Ángel, licenciado!”, decía un burócrata al teléfono; “¿Cómo que se cayó el Ángel? ¿Y de qué lado se cayó?”, preguntaba el jefe; “¡Del lado derecho, licenciado!”, y el funcionario se lamentaba: “¡Virgen santa! ¡Mis gladiolas!”.

Mi mamá, por su lado, destacaba orgullosa que el único edificio de la Ibero que no había colapsado en marzo de 1979 (yo tenía 14 años entonces; la misma edad que tiene hoy mi hijo mayor), la biblioteca (falso: tampoco se vino abajo el de laboratorios, que se convertiría en oficinas de los departamentos académicos, mientras la biblioteca incólume le daba hospedaje a la rectoría), había sido construido por el consorcio de ingenieros para el que trabajaba como secretaria y recepcionista. Su oficina estaba en Reforma, justo frente al cine Roble, ese enorme bloque de concreto y cristal que después de aquel temblor quedaría condenado para siempre al silencio. Su acera, acordonada, fue durante años símbolo uno que quizá nadie quiso ver con claridaddel riesgo sísmico de la ciudad de México: “no camines por ahí”, me decía mi mamá, cuando, para hacer tiempo en lo que daba su hora de salida, yo paseaba por aquellas calles de las colonias Juárez, Tabacalera y San Rafael que se habían convertido un poco en mi barrio. Pero, contra todo pronóstico, el cine Roble, con su marquesina rota y silente, se mantuvo en esa verticalidad precaria después de 1985; muchos años más tarde sería finalmente demolido para albergar a otro símbolo de nuestra destrucción: el Senado de la República.

Salí de casa sin sospechar la magnitud del daño. Frívolo, banal, no encendí el radio de mi viejo VolksWagen. Fue el tráfico mucho más pesado que de costumbre, lo que me dio indicios de que algo andaba mal. A medio camino recogí a Marco, mi compañero, que traía noticias frescas. Opinaba que no deberíamos seguir hasta Churubusco, que había que ir a Tlatelolco a empezar a levantar piedras y escombros como ya tantos de nosotros estaban haciendo. Yo quise seguir hasta la universidad pensando en que ahí podríamos organizar un albergue y centro de acopio. Otros de mis compañeros habían pensado lo mismo y, cuando llegamos a la universidad nos encontramos con que las autoridades se habían negado a abrir sus puertas para canalizar nuestra solidaridad. En el forcejeo tumbamos la malla ciclónica que rodeaba al edificio, pero nada de eso parecía estar ayudando a vivir a las víctimas, así que volvimos a abordar el VW y nos fuimos hacia el centro.

En los alrededores del edificio Nuevo León, una enfermera voluntaria nos aplicó la vacuna contra el tétano, nos dio tapabocas y el consejo de remojar un algodón en vinagre y meterlo dentro como ayuda desinfectante—, y nos puso en la fila de los relevos para sacar escombros a mano. Ahí estuvimos hasta la tarde; luego, intentando aproximarnos nuevamente a Churubusco, fuimos a la avenida Chapultepec, donde pudimos colaborar en la búsqueda de más sobrevivientes. Ya anochecía cuando llegamos nuevamente a la Ibero a comprobar que nuestra escuela no se decidía a hacer algo por la ciudad; representantes estudiantiles y autoridades perdían el tiempo en discusiones mientras la ciudad derrumbada empezaba a renacer de las cenizas de su épica solidaridad.

Decidimos ir a la Cruz Roja de Polanco y ahí pasamos los siguientes días sin descansar ni un segundo. Me tocó apoyar el acopio y clasificación de medicamentos, para lo que recibí una capacitación instantánea de una farmacéutica: los medicamentos caducos, allá; los antibióticos acá, los analgésicos aquí, y así. En minutos sabía distinguir medicinas y lo que hacían; recitar posologías, advertir reacciones secundarias y armar botiquines de emergencia para despacharlos o llevarlos a donde hacían falta según los avisos de quienes iban y venían trayendo noticias. No había teléfonos móviles y, por supuesto, no había redes sociales que apoyaran la difusión de la información. Pusimos el VW al servicio de la ciudad. Con una cruz roja pintada con plumón sobre cartulina blanca lo disfrazamos de vehículo para la asistencia y llevamos botiquines, bidones de Electropura (aún no se imponía el agua embotellada) y tortas a las calles de López, en el centro; a la colonia Morelos, a Tepito y a Peralvillo, a Tlateloco y a la Roma. El más terrible de aquellos viajes fue el traslado de un paquete de bolsas negras para cadáveres que se necesitaba en el estadio de béisbol del Seguro Social, entonces convertido en improvisada y masiva morgue. No olvidaré jamás el olor de la muerte que nos penetró, cruzando tapabocas y vinagres, al ingresar al túnel de aquel lugar, hoy convertido en un nuevo templo del consumo.

El viernes 21, la más fuerte de las réplicas del sismo nos encontró en el estacionamiento que la Cruz Roja había habilitado como centro de acopio. El pánico fue instantáneo; todos corrimos hacia cualquier lugar, como el enjambre de avispas que se desmembra al ser destruido el panal. Pero muchos volvimos de inmediato; la tarea no estaba completa y seguimos trabajando.

Aunque éramos estudiantes de sociología, no podíamos ver todavía lo que estaba pasando, Sabíamos que la ciudad respiraba gracias a quienes habían desatado sus fuerzas en el voluntariado y el brigadeo; sabíamos que el gobierno no alcanzaba a reaccionar aunque para el viernes 21 los militares ya patrullaban la ciudad (e impedían el paso de las ayudas ciudadanas). La reacción del sistema político fue muy lenta, como sabemos, y al menos en su primera etapa no se orientó al alivio de la tragedia sino a impedir que quienes nos habíamos apropiado de las calles nos apropiáramos también de una voluntad transformadora que cabalgara sobre la crisis hacia la libertad.

A la semana siguiente, la Ibero por fin pareció despertar. Las autoridades no permitieron que se instalara un albergue para damnificados pero sí dejaron que los estudiantes organizaran un centro de acopio. Como experto en medicamentos, a partir del lunes 24 me sumé a la sección de botiquines del centro de acopio de la Ibero y ahí me quedé durante las tres semanas siguientes. Poco a poco las cosas fueron retornando a la “normalidad” (¿qué puede ser normal después de eso?). Nuestros maestros empezaron a explicar el espontáneo surgimiento de ese impulso de vida que fuimos los jóvenes de 1985, pero nosotros, algunos de nosotros, seguimos en la brigada por semanas. No parecía que retrocediera la necesidad de nuestras manos. Para desactivar nuestras acciones, la universidad ofreció que el tiempo que habíamos dedicado valiera como servicio social. Nos negamos y seguimos ahí por algunos días más.

Trabajábamos día y noche. Tomábamos descansos de una o dos horas, por lo general dormidos en el asiento trasero del VW, y volvíamos al trabajo. Hacíamos rápidas visitas a casa de algún compañero para darnos un baño y volver al centro de acopio. Recuerdo que en algún momento se sumó como voluntaria una chica del barrio que no era estudiante de la universidad. Recuerdo que trabajamos mano con mano, hombro con hombro en la sección de medicamentos y que, al paso de los días, al hacerse menos imperiosa la prisa y la necesidad, tomamos algún receso nocturno juntos, abrazados. Nunca nos dijimos nuestros nombres y un buen día ella ya no apareció. Había sido un fantasma del amor desbordado que brotaba de la ciudad de México.

Casi un mes después del terremoto, con los precarios planes de reconstrucción del gobierno a media marcha y la presencia amenazante de los militares en las calles; con los teléfonos públicos que seguirían dando servicio gratuito por años y con una experiencia de vida y muerte que se volvería indeleble, como lo serían los cientos de edificios marcados que ya nadie volvería a habitar pero que permanecerían ahí como mensajeros del desastre como el viejo cine Roble, volvimos a las aulas y a la rutina. Olvidé instantáneamente todo lo que sabía de farmacéutica; hoy no sabría decir para qué sirve una aspirina. Y aprendí que éramos la sociedad civil (sus jóvenes) y que, por un momento, por unos días, frente al dolor de la muerte, habíamos sido el verdadero Estado.

Por unos días, por unos minutos quizá, nos habíamos hecho con el poder.


II

Estaba a un mes de cumplir 35 años en junio de 1999. Acababa de haber sido rechazada mi solicitud de beca al Fonca para escribir una novela y trabajaba como editor y reportero de la página en internet del Gobierno del Distrito Federal, en el piso 11 de un edificio de 14 en Izazaga, centro, justo frente al Claustro de Sor Juana. Tenía pánico a los temblores pero eso no había sido obstáculo para ofrecerme como voluntario de protección civil de nuestro piso. Nos capacitaron en primeros auxilios y como facilitadores de evacuación; nos dieron un chaleco anaranjado, un casco, un silbato y una linterna que colgaban de la mampara que separaba mi “caballeriza” de las otras.

La alarma sísmica sonó oportuna; me puse casco y chaleco, hice sonar el silbato y corrí a abrir la puerta de las escaleras de emergencia mientras, tratando de aparentar una calma que en realidad no tenía, llamaba a mis compañeras y compañeros a salir en calma pero rapidito. Excepto por algún burócrata testarudo que se negó a hacerlo y cuyo destino hubiera sido mi responsabilidad de haber sido fatal, la evacuación de mi piso (ya habíamos hecho simulacros) fue rápida y efectiva. Cuando llegamos al suelo ¿firme? el temblor, que afectó duramente a la ciudad de Puebla, estaba en su momento más fuerte. Estábamos a salvo. Lo habíamos logrado.

Por fortuna no sucedió nada que lamentar. Después de presentar un rápido informe de la evacuación (con denuncia del burócrata suicida incluida), me enteré por Icq, el programa de mensajería que se usaba en el internet de aquel entonces, de que mis seres queridos estaban bien; mi amiga (y vecina) Patricia, me dijo por ahí que nuestro viejo edificio en el borde entre la Condesa y la Roma, en la avenida Veracruz, casi esquina con Mazatlán, había resistido y que mi perra Lua había ladrado un poco pero ya estaba tranquila. Me fui a casa a pie rememorando los lugares donde 1985 había dejado su marca terrible.


III

A los pocos meses de haber emigrado, en diciembre de 2001, Lima me contó sus temblores. Eran distintos a los de la ciudad de México. Aquí parecían ser más breves pero daban a la palabra “trepidatorio” un sentido mucho más claro: como si la tierra saltara, como si se encendiera un vibrador gigante en sus entrañas.

Tenía 43 años en agosto de 2007 y dos hijos de tres y cuatro años de edad. Vivíamos en un edificio de dos pisos en Miraflores, frente al mar. Pasadas las seis y media de la tarde (en pleno invierno austral, totalmente de noche) comenzó el temblor más fuerte que había sentido en mi vida; más que el de 1985. Ahora les tenía pánico a los sismos, pero era un chilango sobreviviente del 85; sabía qué hacer. En el momento en que comenzó el movimiento, mis hijos jugaban frente a la computadora. Tomé uno en cada brazo, le chiflé a Lua y le grité a Magaly, la mamá de mis hijos, para que salieran conmigo, y evacuamos el edificio. No paré hasta estar en el parquecito de a la vuelta y evité por intuición acercarme a los jardines del malecón; siempre me han dado nervios sus acantilados arcillosos porque temo que un día se desmoronarán. Aún temblaba cuando llegamos a la calle y, al chocar, las varillas del edificio en construcción de enfrente sacaban unos chispazos horribles. También pude ver ese destello de energía que se produce con los sismos en las ciudades.

Fuimos los primeros en ponernos a salvo en el parque. Poco a poco fueron saliendo los vecinos y ya no nos sentimos solos. Pasó sin pasar a mayores en Miraflores. La televisión e internet trajeron las noticias de la devastación en Pisco e Ica (y de los daños en la Lima pobre, la de las casonas de quincha y adobe). Mi fuero interno se preocupó de inmediato por la organización del apoyo, pero estaba solo en eso; nadie, al menos en Miraflores, se organizaría para acopiar, refugiar, alimentar, consolar.

Más tarde, días después, algunos de mis alumnos en la universidad —otra vez, jesuita— participarían en algunas acciones de ayuda en Pisco y Chincha coordinadas desde arriba por agencias católicas de caridad con espíritu misionero. Del mismo modo en que, año tras año, el Perú recurre a la caridad de sus católicos para enfrentar los estragos del “friaje” en el invierno serrano (el envío de mantas, ropa y alimentos), en lugar de trabajar para que las poblaciones locales estén preparadas para enfrentar un fenómeno tan recurrente que no se puede suponer que no sucederá. No hubo más espacio de participación que el donativo a una cuenta. Hoy, los habitantes de esos lugares, que ya eran damnificados antes del terremoto de 2007, siguen siendo damnificados permanentes.


IV

Tenía 45 años en febrero de 2010 (apenas un mes después del terremoto que devastó Haití) y el destino o la casualidad quisieron que estuviera en Santiago de Chile el día del terremoto; esta vez sí, el más fuerte que he sentido en mi vida (el octavo más fuerte registrado por la humanidad, según Wikipedia). Había ido allá como coordinador del pequeño contingente de escritores, escritoras y agentes de animación a la lectura peruanos que asistía a un congreso de literatura infantil y juvenil organizado por la editorial española para la que trabajaba entonces. Habíamos llegado el día anterior; el encuentro se había inaugurado, y aquel sábado lo habíamos pasado entre conferencias y talleres. A medio día todos los asistentes al congreso, quizá doscientas personas o más, nos habíamos tomado una foto de grupo en las escalinatas del hermoso Museo de Arte Contemporáneo de Santiago. Por la noche, los editores de las distintas filiales latinoamericanas de la editorial nos habíamos ido a tomar un trago a algún lugar de la ciudad, así que me acosté cerca de la media noche con un par de vinos en el cuerpo, sin preocuparme por el grupo peruano del que era responsable.

En la habitación del tercer piso del hotel San Francisco, desperté sin razón alguna un par de minutos antes de que comenzara el sismo: me agarró despierto; tuve esa suerte. Había encendido un cigarro que apagué casi sin fumar en cuanto comenzó el movimiento. Las botellas promocionales de vino que estaban sobre una mesa se cayeron, los cuadros se vinieron abajo, los cajones fueron escupidos por el armario, las lámparas de los burós fueron a dar una a la cama, la otra al suelo. Me puse rápidamente un pantalón, salí de la habitación, descalzo, tropezando y chocando contra las paredes por la fuerza con que el movimiento me lanzaba contra ellas. Escuché un estruendo y alcancé a ver de reojo cómo caía el plafón del baño sobre la tina.

El pasillo estaba lleno de lo que me pareció que era humo. Pensé que esta vez no la iba a contar. A mi paso salió de su habitación una de las funcionarias españolas de la editorial, en camisón, en pánico, corriendo hacia el lado opuesto de la escalera. Tuve que retroceder para alcanzarla, tomarla de la mano e indicarle que teníamos que bajar por el lugar de donde parecía provenir el humo. Avanzamos hacia allá; otras dos personas se nos unieron. Cuando terminamos de bajar los tres pisos, el movimiento parecía amainar. Guié a las personas que me acompañaban hasta el camellón de la avenida O’Higgins. Lo que me había parecido humo era solo polvo de concreto que se había desprendido al moverse asimétricamente los dos cuerpos independientes pero pegados del edificio.

Algunas personas habían llegado a la calle antes que nosotros; poco a poco se sumaban los demás. En parte porque el contingente mexicano del congreso era de los más grandes, la mayoría de quienes salieron primero eran mexicanos. Pero todos sabemos también por qué.

Si bien muchas personas perdieron la vida en Santiago, especialmente en los barrios pobres, como para recordar que la tragedia tiene color político, la ciudad resistió esos 8,8 grados Richter. Es una ciudad a prueba de sismos; como debería ser México, como debería ser Lima. Tampoco aquí vi lo que un sismo representa para un chilango. El gobierno chileno respondió con celeridad, especialmente en las áreas del sur donde los daños fueron mayores; de sismo y tsunami.

El aeropuerto de Santiago, afectado por el sismo, cerró sin perspectivas de reanudar su servicio en breve. El congreso de literatura se suspendió. No había mucho qué hacer, no había brigadas que formar ni recursos que acopiar. Los amigos chilenos nos atendieron hasta hacernos sentir seguros, pero aun así, los congresistas ya no quisieron volver a sus habitaciones y armamos un divertido campamento en el lobby del hotel.

Pasé el domingo caminando por Santiago con Jorge Eslava, queridísimo amigo y uno de los escritores de mi contingente peruano. Vimos cristales rotos, mamposterías desprendidas, piedras desmoronadas, pero nada más. Excepto por las escalinatas del Museo de Arte Contemporáneo, donde nos habíamos tomado la foto el día anterior, que se habían venido completamente abajo.

El resto fue un compás de espera. No podríamos regresar en vuelo comercial a Lima, así que fui a la terminal de autobuses a buscar pasajes para mi contingente de seis o siete personas, pero mientras yo estaba ahí, Jorge había establecido contacto con la embajada del Perú —el propio Alan García, entonces presidente y amo absoluto de la más brutal demagogia había aterrizado en Santiago llevando dos aviones de ayuda—, y podríamos regresar en uno de los aviones de carga de la policía peruana. Los argentinos emprendieron el regreso hacia Córdoba por tierra y se llevaron a los españoles que volarían de regreso a Europa desde Buenos Aires. Colombia y Brasil pronto enviaron medios para repatriar a sus escritores y especialistas en lectura; los mexicanos, encabezados por Juan Villoro, se quedaron ahí varados, sin apoyo de nuestra nulidad de gobierno por no sé cuántos días más. En alguna entrevista televisada, Villoro mencionó mi caso como ejemplo de la ausencia de gobierno de nuestro país: “el único mexicano que ha podido salir de aquí ¡vive en Perú!”. Pero otros habían llegado a ayudar; en el aeropuerto me crucé y experimenté un raro sentimiento de orgullo con los Topos, los heroicos rescatistas mexicanos.

Aunque Alan mandó ayuda a Chile, las noticias de Lima tenían incluso un corte ¿humorístico?: ante la alerta de tsunami, la gente atiborró los malecones de Miraflores para ver llegar la gran ola desde los acantilados.


V

Tengo 53 años y sigo en Lima. El martes 19 de septiembre había pasado la mañana trabajando en la edición de un libro de cálculo. Soy pésimo para la matemática, así que esta labor exige el cien por ciento de mi atención, lo que significa que desde que inició el fatídico día me abstuve de ver la tele, oír el radio y abrir internet. Había intercambiado temprano algunos mensajes de texto con Michelle, por eso cuando poco después de medio día llegó su pregunta, “¿Tus papás están bien?”, no me podía imaginar el contexto que la envolvía, pensé, iluso, que quería seguir platicando y respondí, tontamente, sobre lo bien que llevaban sus ochenta y tantos años. Cuando me explicó lo sucedido y empecé a leer las noticias y los tuits, el mundo se me vino abajo y un hueco me invadió el pecho. El hueco del dolor que se agranda con la impotencia de la distancia.

Me comuniqué, después de varios intentos, con mi mamá y mis hermanas por Whatsapp. Estaban bien, pero mi papá, de 84 años había pasado el terremoto solo en su departamento, un sexto piso en la colonia Condesa. Una semana atrás, cuando sintieron el sismo de Chiapas que dejó serios daños en el Istmo y el sureste, mi papá no había querido evacuar el edificio. Ahora no sabíamos nada de él; por su sordera hace tiempo que dejó de contestar teléfonos. También por Whatsapp, conté esto a un grupo de amigos, mis compañeros de la primaria, hermanos y hermanas de toda la vida, literalmente. Ahí vi la primera muestra de esa respuesta que parece caracterizar a los mexicanos ante la catástrofe: uno de ellos, Enrique, me preguntó la dirección exacta y pidió a alguien que fuera a buscar a mi papá. Al mismo tiempo en que mi mamá por fin me avisaba que los vecinos habían acudido en su ayuda, Enrique me enviaba una foto de papá a salvo, fuera del edificio aunque visiblemente asustado. No se sabe aún si su edificio podrá ser salvado. Más tarde, mamá me contó que el viejo simplemente se había arrodillado junto a una columna y había esperado el final del sismo. O lo que tuviera que suceder. Me envió después las fotos que había tomado: su departamento muy afectado mostraba los muebles volteados por todas partes; ni un cuadro permaneció en su clavo, el refrigerador “caminó” hasta el fregadero y chocó con él. Luego, las grietas en los muros exteriores del edificio; algunas de ellas del tipo “peligroso”.

Desde esta distancia he acudido a la solidaridad que nuevamente han encarnado los jóvenes mexicanos, 32 años después de aquella experiencia que me cambió para siempre. Ya en Santiago, en 2010 había tenido la oportunidad de ver el comportamiento de las redes sociales en un caso de desastre. Había empezado a usar Twitter un año antes y, durante el compás de espera en Santiago, había podido aportar información a mi timeline que es básicamente mexicano. Esta vez, desde esta distancia, desde esta impotencia, y al lado de otros mexicanos y mexicanas que, como yo, optaron por la migración o el autoexilio, sólo pude tratar de ser hub cuidadoso de las informaciones y testigo asombrado del milagro que nuevamente y de forma tan similar y a la vez tan nueva, tan mejorsucede en las calles de mi ciudad, de mi barrio; en esos símbolos personales que representan para mí “ser mexicano” (soy radicalmente antinacionalista, así que estos sentimientos me confunden porque no los puedo ni quiero evitar pero tampoco puedo explicarlos). ¿Qué podría hacer? Sólo aportar, desde mi celular, cualquier cosa que pudiera ayudar a las víctimas, pero también a esas legiones de jóvenes que han salido a salvar vidas en el país que se ha hecho famoso por sus inexplicables y violentas muertes.

Porque esto es México y ojalá lo sea aún mañana, y la semana, el mes, el año, la década, el siglo que vienen: este cúmulo de diferencias que se vuelven energía de vida si la muerte acecha. Ojalá no suelten lo que han asido. Ojalá no se dejen quitar la solidaridad para convertirla en política por quienes gobiernan indignamente y manejan de modo espurio una realidad mucho más que un pueblo, mucho más que una economía, una nación o una patriaque los excede infinitamente. Esa que somos nosotros.

Si algo en mi favor puedo decir, aun a riesgo de que sea mentira, de que se trate de algo que me digo para justificar mi apatía, es que nunca, desde el 19 de septiembre de 1985 hasta hoy, me dejé llevar por la vida comodina y clasemediera que quizá debí haber tenido. Que rechacé lo que me lastimaba aunque fuera lo que hubiera tenido que hacer, lo que correspondía. En mi escala, pequeñísima y marginal, he querido seguir siendo siempre ese estudiante de sociología de 21 años de edad entregado a reconstruir y aquilatar la vida. Claro que me veo ridículo, con el pelo largo lleno de canas, con la ropa desarreglada y rota sobre este cuerpo que se avejenta, aunque se aferre a la juventud pedaleando una bicicleta o haciendo música con sus hijos. Es sólo que quiero estar con ustedes, jóvenes mexicanos; aprender de ustedes, apoyar su gesta, ser ustedes y sentirme menos inútil.



Comentarios

  1. Que hermoso texto CalleNep, eriza la piel, notable hermano como has logrado plasmar toda una parte de tu vida.
    Sobre el tema mexicano, quisiera copiar un texto que me ha llegado y considero que se complementa con tu nota:

    "El pueblo mexicano sufre una acumulación de tragedias. Tragedias naturales que pegaron duro en las últimas semanas, tragedias naturalizadas que lo azotan desde hace rato. Un Estado ausente que llega tarde y mal cuando la tierra tiembla, un Estado omnipresente como engranaje de un sistema de violencia múltiple, sistemática y cotidiana.

    Por estos días de fatalidad y caos, en medio de la conmovedora solidaridad espontánea ciudadana poniéndole el cuerpo a los rescates y a la ayuda a los damnificados, se cumplieron tres años del secuestro y desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Un aniversario marcado por la impunidad: no hay ninguna condena ni avances significativos en la investigación de aquel crimen de lesa humanidad, cometido por la corporación policial y narcocriminal, que marcó a fuego al México contemporáneo.

    Ayotzinapa no fue un caso aislado, pero logró ponerle nombre a una guerra difusa y no convencional. Ayotzinapa sintetiza la hipocresía, la torpeza y la crueldad de un poder político huérfano de sensibilidad y al menos cómplice de los hechos. En estos 36 meses, el gobierno de Peña Nieto desvió la investigación, fabricó culpables, ocultó evidencias. Mintió descaradamente. Pero gracias al equipo argentino de forenses y al grupo de expertos de la CIDH se logró desmontar la versión oficial que buscaba dar vuelta la página.

    Ayotzinapa no es una excepción, pero tuvo una carga simbólica especial que viralizó ante el mundo una tragedia humanitaria generalizada. Ahí están los datos –todos oficiales-, que no llaman la atención de la “comunidad internacional” y que los medios cartelizados intentan disimular. Según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, hay hoy en México 30 mil 499 personas desaparecidas; desde 2007 se reportaron 855 fosas clandestinas y 1.548 cadáveres exhumados; el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reveló que se producen más de siete femicidios por día. La espiral de violencia viene de larga data, pero explotó durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) y su “guerra contra el narcotráfico”. Aquel sexenio dejó oficialmente más de 121 mil muertes violentas, en los casi cinco años de Peña Nieto ya se registran más de 104 mil.

    Múltiples factores explican el cuadro, pero hay uno esencial: México paga muy caro ser la puerta de entrada al principal consumidor de drogas y mayor vendedor de armas del mundo. No pierde vigencia la célebre frase: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

    El poder fabrica monstruos y nos los vende como sus enemigos. Los grandes cañones mediáticos repiten: “combate al terrorismo”, “guerra al narco”, ocultando que el creador y la criatura son dos caras de una misma moneda que se complementan para seguir acumulando riquezas. Mientras, los muertos son siempre del mismo lado.

    Pero hay un México profundo que no quiere seguir respirando sangre. Se vio en ese tejido comunitario que afloró una vez más mientras removía escombros, se despliega en múltiples resistencias en todo el país que algún día se unificarán en alternativa política. Porque si hay algo que no pierde el pueblo mexicano es la fe. Como dice en letras rojas en uno de los muros de la normal de Ayotzinapa: “Bienvenidos a lo que no tiene inicio, bienvenidos a lo que no tiene fin, bienvenidos a la lucha eterna. Unos la llaman necedad, nosotros la llamamos ESPERANZA”.

    Por Gerardo Szalkowicz

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    Respuestas
    1. Gracias Moe! Por tus palabras y por este texto indispensable de Szalkowicz!

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    2. https://www.youtube.com/watch?time_continue=8&v=Xq1Sm5l069w

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Si vamos a presentar los mejores discos de este 2024 no podemos dejar afuera al último trabajo de una de las mejores bandas instrumentales de la actualidad. Hay demasiados aspectos destacados en este álbum, el quinto de una de las pocas bandas que pueden hacer un disco largo e instrumental que no decaiga ni aburra ni por un segundo, con 10 temas y 68 minutos donde se funde el jazz, el space rock, el sinfonismo, el heavy prog, todo aderezado con pizcas de psicodelia, bastante clima y muchos matices diferentes, y es maravilloso ver como logran crear diferentes estados de ánimo, atmósferas, sonidos, en una amalgama muy interesante, en algo que se podría definir como la mezcla de King Crimson y Rush, y se hace obvio que han estado tocando juntos durante muchos años, por lo que su comprensión musical e incluso emocional se expresa maravillosamente en canciones como las que están plasmadas en este trabajo. Otro ejemplo de que hay muchísima música increíble surgiendo cada hora, las 24 hor

Mauricio Ibáñez - Shades of Light & Darkness (2016)

Vamos con otro disco del guitarrista chileno Mauricio Ibáñez, que ya habíamos presentado en el blog cabeza, mayormente instrumental, atmosférico, plagado de climas y de buen gusto, "Shades of Light & Darkness" es un álbum que muestra diferentes géneros musicales y estados de ánimo. Se relaciona con diferentes aspectos de la vida humana, como la sensación de asombro, crecer, lidiar con una relación problemática, el éxito y el fracaso, luchar por nuestros propios sueños y más. Cada una de las canciones habita un mundo sonoro único, algunas canciones tienen un tono más claro y otras más oscuras, de ahí el título, con temas muy agradables, melancólicos, soñadoros, algunos más oscuros y tensos, donde priman las melodías cristalinas y los aires ensoñadores. Un lindo trabajo que les entrego en el día del trabajador, regalito del blog cabezón!. Artista: Mauricio Ibáñez Álbum: Shades of Light & Darkness Año: 2016 Género: Progresivo atmosférico Duración: 62:34 Refe

La Mesa Beatle: Iba acabándose el vino

Buenos días desde La Barra Beatles. Hoy reunidos para recordar una hermosa canción, de las más lindas del cancionero de nuestro rock: “Iba acabándose el vino”, de Charly García. Está en un gran disco llamado “Música del Alma”, un álbum altamente recomendable para amantes de la música acústica. Para introducirnos en el tema voy a traer a un amigo que se nos fue hace varios años, Hernie, conocido en la barra brava de Ferro como “El eléctrico”. Probablemente este pibe sea el mayor fanático de García que conocí. Solía relatar las frases de Charly de un modo tan sentimental que hasta el propio autor se hubiera quedado oyendo a esa voz que venía desde tan adentro, casi desde el significado mismo de la canción. Se notaba que la había recorrido, conocía bien esos vericuetos que están detrás de las palabras, esas notas que la melodía no canta y que, ni bien empieza el tema, la imaginación le hace un coro en silencio que atraviesa todos los compases, los adorna y queda dando vueltas por los parl

Humillación

Jorge Alemán afirma en esta nota (tan actual aunque haya sido escrita hace siglos: el 5 de octubre de 2023) que la pesadilla del avance de la ultraderecha argentina, experta en crueles humillaciones, comenzó hace tiempo y parece que las razones argumentadas que se presentan no alcanzan para despertar de este mundo distópico. Por Jorge Alemán "La historia es una pesadilla de la que estamos intentando  despertar". James Joyce Además del lógico temor frente a que las ultraderechas se queden con el gobierno, estamos asistiendo a uno de los espectáculos más humillantes de la historia argentina. La pesadilla ha comenzado hace tiempo y no parece que las razones argumentadas que se presentan sirvan para despertar de este mundo distópico.   Un clan experto en humillaciones crueles, con matices delirantes que apuntan con una ametralladora de estupideces que son pronunciadas con fruición y goce, se presenta para ocupar las más altas responsabilidades de la Nación. Es el punto

Cuando la Quieren Enterrar, la Memoria se Planta

El pueblo armado con pañuelos blancos aplastó el intento de impunidad . Alrededor de medio millón de personas se manifestaron en la Plaza de Mayo para rechazar categóricamente el 2x1 de la Corte a los genocidas. No fue la única, hubo al menos veinte plazas más en todo el país, todas repletas, además de manifestaciones en el exterior. Una multitud con pañuelos blancos en la cabeza pudo más que todo el mecanismo político-judicial-eclesiastico-mediático, forzando al Congreso a votar una ley para excluir la aplicación del "2x1" en las causas de lesa humanidad. Tocaron una fibra muy profunda en la historia Argentina, que traspasa generaciones. No queremos genocidas en la calle: es tan simple como eso. Tenemos que tolerar las prisiones domiciliarias a genocidas, que se mueran sin ser condenados o que sean excarcelados gracias a los jueces blancos. Cuesta muchísimo armar las causas, años. Muchos están prófugos, muchos no pudieron condenarse por falta de pruebas y otros porque tard

Kosmovoid - Space Demon (2021)

Todo un viaje. Seguimos con la saga de buenos discos brasileros, y presentamos el tercer álbum del power trío brasileño Kosmovoid, haciendo una mezcla de krautrock, industrial, psicodelia, ambient, post-rock y space-rock, una mezcla de estilos que no hemos escuchado en otras bandas brasileras, desplegada por una banda que tiene como principales influencias a bandas como Ash Ra Temple, Dead Can Dance, Popol Vuh, Kraftwerk, Tangerine Dream y Goblin entre muchas otras. Aquí los sonidos electrónicos forman parte del espíritu de las canciones, que deambulan de manera instrumental sobre un colchón de ritmos casi tribales, creando un trance ritual generada por una buena armonía entre cada instrumento, buscando siempre no caer en lugares comunes aunque estén claras las referencias y las influencias de su música. Once temas instrumentales envolventes y reconfortantes forman este buen disco, que toma el Krautrock y lo trae al día de hoy, mezclándolo también con otros estilos para crear algo

Ideario del arte y política cabezona

Ideario del arte y política cabezona


"La desobediencia civil es el derecho imprescriptible de todo ciudadano. No puede renunciar a ella sin dejar de ser un hombre".

Gandhi, Tous les hommes sont frères, Gallimard, 1969, p. 235.